domingo, 21 de diciembre de 2008

Jn 11, 1-4 Esta enfermedad es para gloria de Dios

Juan 11
(Jn 11, 1-4) Esta enfermedad es para gloria de Dios
[1] Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. [2] María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. [3] Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que tú amas, está enfermo». [4] Al oír esto, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella».
(C.I.C 658) Cristo, "el primogénito de entre los muertos" (Col 1, 18), es el principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma (cf. Rm 6, 4), más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo (cf. Rm 8, 11). (C.I.C 2776) La Oración dominical es la oración por excelencia de la Iglesia. Forma parte integrante de las principales Horas del Oficio divino y de la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Inserta en la Eucaristía, manifiesta el carácter "escatológico" de sus peticiones, en la esperanza del Señor, "hasta que venga" (1Co 11, 26). (C.I.C 2777) En la liturgia romana, se invita a la asamblea eucarística a rezar el Padre Nuestro con una audacia filial; las liturgias orientales usan y desarrollan expresiones análogas: "Atrevernos con toda confianza", "Haznos dignos de". Ante la zarza ardiendo, se le dijo a Moisés: "No te acerques aquí. Quita las sandalias de tus pies" (Ex 3, 5). Este umbral de la santidad divina, sólo lo podía franquear Jesús, el que "después de llevar a cabo la purificación de los pecados" (Hb 1, 3), nos introduce en presencia del Padre: "Hénos aquí, a mí y a los hijos que Dios me dio" (Hb 2, 13): “La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito. “Envió Dios el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, que nos hace clamar: 'Abbá, Padre' (Rm 8, 15) ... ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto? (San Pedro Crisólogo, Sermón 71, 3: PL 52, 401). (C.I.C 623) Por su obediencia amorosa a su Padre, "hasta la muerte […] de cruz" (Flp 2, 8), Jesús cumplió la misión expiatoria (cf. Is 53, 10) del Siervo doliente que "justifica a muchos cargando con las culpas de ellos" (cf. Is 53, 11; Rm 5, 19).

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